Clara está nerviosa, Julio, su novio,
vendrá esta tarde a pedir su mano.
Se cambia el vestido.
Se aplica colonia cuidadosamente sobre la
parte alta del tejido, para que no
se derrame el perfume y para que no se estropee la ropa.
Gertrudis ha terminado los preparativos.
Como da tiempo se irán a dar una vuelta
por el vecindario; ya de paso verán como va el asunto de la mudanza de al lado.
Hace canícula.
Los zapatos se le han empolvado y el
calor le cala la camisa y la chaqueta.
Sobre los hombros una bufanda de seda,
fruncida.
-Las tardes en las afueras son más
frescas que en la ciudad- le había recordado su anciana madre.
En una mano el sombrero, en la otra un
ramo de claveles rojos y el anillo en el bolsillo de la chaqueta.
Acercándose a la casa, Julio ve un
carromato de mudanzas vacío tirado por cuatro caballos que corre a medio
galope. En medio del camino, entre la doble hilera de árboles todavía quedan
restos de muebles y bultos que poco a poco introducen en la finca recién
ocupada.